Hoy os propongo una reflexión, casi filosófica, con un título que es toda una declaración de intenciones: “Hemos vendido nuestra alma a la comodidad”. Sin interrogantes, porque para mí, y seguro que, para muchos de vosotros, es un hecho. Quiero que viajemos juntos en el tiempo para analizar cómo el acto de conducir ha pasado de ser un desafío o una aventura, a convertirse en una experiencia cada vez más fácil, segura y asistida.
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¿No creéis que cada avance tecnológico, desde la dirección asistida hasta las ayudas electrónicas, nos ha dado un confort innegable a cambio de quitarnos, quizás, una parte esencial de la diversión y el control al volante?
Pensadlo por un momento. Hoy en día, conducir es, en la mayoría de los casos, un trámite. Te subes al coche, arrancas sin llave, pones la “D” y te dejas llevar. El coche te avisa si te sales del carril, frena solo si hay un riesgo, mantiene la velocidad… Es fácil, es seguro, es cómodo.
Pero, y aquí viene la pregunta que quiero que nos hagamos juntos, ¿es mejor? ¿Es más divertido? Yo, permitidme que empiece con la polémica, creo que no. Creo que, en esa búsqueda incesante de la facilidad, nos hemos dejado por el camino una parte esencial de la experiencia: la conexión con la máquina. A cambio, la posibilidad de manejar un coche se ha “democratizado”, lo puede hacer cualquiera…
Para entender esto, tenemos que echar la vista atrás, empezando con un repaso rápido que nos lleva hasta los años 60.
Hasta 1960: Un vistazo a los orígenes
Antes de sumergirnos en la era que ya consideramos “clásica”, es crucial echar un vistazo muy atrás, a los albores del automóvil. Porque al principio, conducir no era una actividad para cualquiera ni mucho menos apta para todos los públicos.
Era una proeza, una aventura reservada para unos pocos valientes, adinerados y, sobre todo, entendidos. Los primeros automóviles, esos Hispano-Suiza, Elizalde o Delahaye, eran bestias mecánicas, temperamentales y endiabladamente complejas.
El conductor no era un simple automovilista, era un “chauffeur”, un término que viene del francés “calentar”, porque literalmente tenía que calentar el motor y manejar lo que casi era una pequeña locomotora. Arrancar el coche requería un ritual: darle a una manivela con la fuerza de un titán y la técnica precisa para no partirte un brazo, ajustar manualmente el avance del encendido y la riqueza de la mezcla de combustible… era más un trabajo de mecánico que de conductor.
Y una vez en marcha, la cosa no mejoraba. Las cajas de cambio no estaban sincronizadas. Cada cambio de marcha, especialmente al reducir, exigía la técnica del doble embrague. Un ballet de pies que, de no hacerse a la perfección, respondía con un crujido metálico que te rompía el alma.
Los frenos, que al comienzo solo actuaban sobre dos ruedas y mediante varillas, tenían una potencia de detención casi simbólica. Exigían anticipar cada maniobra con una clarividencia de adivino.
Por todo esto, el automóvil era un objeto de lujo, un símbolo de estatus para aristócratas y burgueses que querían presumir de modernidad y dinamismo. Conducir, y por lo general más bien ser llevado, en uno de aquellos artefactos era una declaración de intenciones: “Soy moderno, soy rico, soy atrevido”.
El conductor era un profesional altamente cualificado, un héroe anónimo que dominaba una máquina hostil. La idea de que cualquiera pudiese conducir era, simplemente, ciencia ficción.
Años 60: Mecánica “pura y dura”
Y entonces, llegamos a los 60. Aquí el automóvil empieza a democratizarse, pero sin perder su esencia mecánica. Imaginaos al volante de un coche de la época. Da igual un modesto SEAT 600, un elegante Renault 8 o un deportivo Jaguar E-Type.
¿Qué tenían en común? Que te exigían ser conductor. El cambio de marchas es un buen ejemplo. El cambio sincronizado, que nos ahorró el suplicio del “doble embrague”, ya estaba generalizado, pero el tacto era puramente mecánico.
El varillaje era largo, la palanca a veces imprecisa, y sentías en la palma de la mano cómo los piñones y los sincros trabajaban. Engranar cada marcha era un acto deliberado, un diálogo con la caja de cambios que te hacía partícipe directo de la propulsión del coche.
Y luego estaba la dirección. La dirección asistida era un lujo exótico, reservado para grandes coches de representación. En el día a día, aparcar era un ejercicio de gimnasio. El volante era grande no por estética, sino para poder hacer palanca. Y ese volante transmitía cada rugosidad, “leía” la textura del asfalto, directamente a tus manos.
Cansado, sí, pero increíblemente “comunicativo”. Y los frenos, por supuesto, sin ABS. Eras tú quien debía aprender a dosificar, a sentir el límite antes del bloqueo. Conducir en los 60 era una experiencia física, intensa, que exigía habilidad, anticipación y una conexión casi íntima con tu coche.
Años 70: Crisis del petróleo y el inicio del confort
Avanzamos a los 70, una década marcada a fuego por la crisis del petróleo de 1973. La eficiencia se volvió prioritaria de la noche a la mañana. Pero, en paralelo, las semillas del confort que se habían plantado tímidamente antes, empezaron a germinar con fuerza.
La dirección asistida comenzó a bajar de las altas esferas y a ofrecerse en coches más mundanos. Y el público la abrazó. Fue la primera gran cesión de esfuerzo físico a cambio de comodidad.
Los interiores también cambiaron. Empezaron a usarse más plásticos, mejores materiales aislantes… El coche ya no era una “habitación” más de la casa, era solo una máquina para moverse. Se buscaba aislar al conductor del ruido y las vibraciones. Justo lo contrario de lo que buscamos muchos de nosotros ahora: sentir la mecánica. Fue el principio del fin de la conexión total.
Años 80: Explosión de la electrónica y los “GTi”
Y llegamos a los maravillosos y coloridos años 80. Aquí la evolución se acelera de forma brutal. La electrónica irrumpe con la inyección de combustible, desterrando casi por completo al carburador. Los coches se volvieron más fiables, más eficientes, arrancaban a la primera sin jugar con el estárter.
Fue también la década del turbo, con esa patada gloriosa y a menudo traicionera que nos obligaba a anticiparnos, a aprender a dosificar el gas para no encontrarnos con toda la potencia de golpe a la salida de la curva. Pero estos coches con carácter, seducían.
Y fue la era dorada de los “GTi”, inventada se puede decir por el Volkswagen Golf. Ahora nos parecen la quintaesencia de la conducción divertida. Eran ligeros, reactivos, de cambio manual y dirección directa.
Paradójicamente, estos GTi fueron el principio del fin de los verdaderos coupés y deportivos. Sí, a todos nos gustan los GTi, pero a mí me gustaban y me siguen gustando más los deportivos de verdad con carrocería coupé. Siempre se ve a los GTi como algo positivo para el asunto que tratamos… pero toda moneda tiene dos caras.
Años 90: La revolución de la seguridad
En los 90 la palabra mágica es seguridad. Y el protagonista absoluto es el ABS. Aunque Mercedes lo había introducido a finales de los 70, fue en esta década cuando el sistema antibloqueo de frenos se democratizó de verdad.
Y no me malinterpretéis, el ABS es uno de los mejores inventos de la historia del automóvil. Para mí un ejemplo de un sistema que te da seguridad, pero no te resta diversión. En caso de frenada de emergencia, nos quitó una gran responsabilidad. Y a su “rebufo” llegaron el control de tracción y los primeros controles de estabilidad o ESP, introducidos por primera vez en 1995.
De repente, los coches empezaron a perdonar errores que antes eran imperdonables. La electrónica se convirtió en nuestro ángel de la guarda, una red de seguridad invisible. Pero también nos acostumbró a que un “ángel de la guardia” electrónico nos corrigiera nuestros errores. La conducción se volvió inmensamente más segura, sí, pero también más “filtrada”.
Años 2000: La era de la asistencia total
Entramos en el nuevo siglo, y si en los 90 la electrónica era una red de seguridad, en los 2000 se convierte en una niñera a tiempo completo. Se popularizan los cambios de doble embrague, más rápidos y eficaces que cualquier piloto humano; las suspensiones adaptativas que leen la carretera; los controles de crucero que frenan solos…
El propio lenguaje cambia: hablamos de “asistentes a la conducción”. Nos asisten, nos ayudan, nos tutelan. La dirección eléctrica sustituye a la hidráulica y, salvo en honrosas excepciones, se convierte en un filtro absoluto de sensaciones. Es como pasar de hablar cara a cara a hacerlo por video conferencia: La información llega, pero se pierden matices y emociones.
De 2010 hasta hoy: Invasión SUV y silencio eléctrico
Y llegamos a la última década. Es el triunfo absoluto del SUV. Y que nadie se ofenda, pero el SUV es el arquetipo del coche moderno para un público generalista. Son vehículos diseñados para ser fáciles de usar: altos, lo que da una falsa sensación de seguridad; cómodos, porque sus suspensiones blandas lo filtran todo; y automáticos en su inmensa mayoría. Son “electrodomésticos” eficientes sobre ruedas, pero representan la renuncia voluntaria a las sensaciones de un coche bajo y ágil.
Y en este contexto llega el coche eléctrico. Y aquí, amigos, la simplificación es total. Es la facilidad hecha vehículo. No hay marchas, no hay vibraciones, no hay ruido de motor. Solo dos pedales y silencio. La aceleración puede ser brutal, sí, pero es una experiencia casi digital, como pulsar el botón de avance rápido. Es la conducción reducida a su mínima expresión.
Y esta tendencia nos lleva a un destino que parece inevitable: la conducción autónoma. El momento en que pasaremos de ser pilotos a meros pasajeros. El fin de la conducción tal y como la conocemos.
No soy un ludita
Sí. Entonces, ¿qué nos queda? Nos quedan coches increíblemente rápidos, eficientes y seguros. Máquinas casi perfectas desde un punto de vista racional. Pero en esa perfección, se ha perdido el alma. Se ha perdido el reto, esa sensación de logro que te daba llevar un coche antiguo por el sitio, de sentir que eras tú, y no un microchip, quien tenía el control.
¿Sabes que es un “ludita”? Una de esas palabras que no le gustan a Rodrigo. Hace referencia a los artesanos ingleses que a principios del siglo XIX se rebelaron y destruyeron maquinaria industrial porque veían que estas máquinas amenazaban su trabajo.
No quiero que penséis que soy un ludita, un “anti tecnológico”, ni mucho menos. No reniego de la seguridad. Celebro cada vida que el ABS o el ESP han salvado. Pero como aficionado, no puedo evitar sentir nostalgia de una época en la que los coches tenían carácter, tenían defectos… pero te obligaban a conducirlos, a “domarlos”.
Conclusión: ¿Hemos vendido nuestra alma a la comodidad?
Creo que el gran reto para los ingenieros y las marcas en el futuro no es hacer coches aún más asépticos, sino encontrar ese punto de equilibrio perdido. El verdadero desafío es construir coches que incorporen la innegable seguridad y comodidad que la tecnología nos ofrece, pero sin anular al conductor, sin robarle las sensaciones.
Coches que nos asistan, pero que no nos sustituyan. Coches, en definitiva, que demuestren que seguridad y diversión no tienen por qué ser conceptos opuestos.
Quizás el futuro definitivo sea la conducción autónoma, y estos debates nos parezcan tonterías de viejos nostálgicos. Pero mientras podamos seguir agarrando un volante, es importante recordar de dónde venimos. Recordar que conducir no es solo ir de un punto A hasta un punto B. Es, o al menos debería ser, una “conversación” entre el hombre, la máquina y el asfalto.
Y me da la sensación de que, en los coches modernos, esa conversación se ha convertido en un monólogo del coche.
Preguntas del día
Y vosotros, ¿qué pensáis? ¿Creéis que es posible encontrar ese equilibrio? ¿O estamos condenados a elegir entre la diversión del pasado y la comodidad del futuro? Dejádmelo en los comentarios, que sabéis que me encanta leeros y que abramos debate.

